Había algo del orden de lo no propio cuando se trataba de felicidad. Había algo de lo no dicho, un lenguaje huidizo, complejo, y muchísimo más esquivo que el de la tristeza y la soledad.
Había un cúmulo de palabras que no llegaban a aparecer, y
una tanda de metáforas que se volvían innecesarias cuando se trataba de
bienestar.
Había una imposibilidad de conectar. Un diccionario bastante
acotado cuando se trataba de posibilidad.
Había tal vez una especie de regocijo bastante neurótico en aquello
que emanaba al hablar del sufrimiento, y de todo lo que NO podía ser.
Había una fila de “Lo siento”, una pila de “me duele” y
varios “no puedo” apolillándose en un rincón. Ya se habían llenado de polvo
algunas lágrimas y los pañuelos empezaban a esperar sentados su aparición.
Había letras que no formaban palabras y palabras que no
formaban párrafos cuando no era protagonista el dolor.
Había un montón de recursos olvidados en el baúl de los
recuerdos cuando se trataba finalmente, de las cosas del querer.