No le gustaban los circos.
Le daban tristeza. No entendía bien por qué, pero sabía que
era un sitio que le daba angustia; una especie de desconfianza que dolía.
Y en los momentos de más introspección pensaba que los
circos eran un montón de caras cual caretas. Donde lo real no es real. Donde
los magos tienen trucos, indescifrables pero cuestionables. Donde los payasos
dibujan una sonrisa exagerada que probablemente no tengan. Donde un domador se
aprovecha del más débil y de la desigualdad de condiciones.
Y al final de cuentas los circos no eran más que un reflejo
de la vida misma metida en una carpa con banderines de colores.
Porque en la vida real, muchos son los que tienen una sonrisa pintada y hacen reír a los
demás y son aplaudidos por su ingenio…. Pero en el fondo lloran y son un manojo
de tristeza. Porque se oculta en el maquillaje. Y al finalizar la función; más
allá de las risas; no es más que un payaso. Nadie recuerda siquiera su nombre.
Porque en la vida real hay gente que miente, que inventa
trucos, que vende poderes sobrenaturales, que pinta pajaritos de colores. Y no
es más que una artimaña que intenta convencer; anonadar y dejar pensando a
quien la ve y que se hace llamar magia. Como tantas otras cosas que llamamos
magia y no son más que una habilidad de mostrar una realidad que no es.
Porque en la vida común y silvestre de cualquiera, puede que
haya un domador, que nos mantiene cautivos, que nos hace hacer “nuestra gracia”
a la fuerza porque sabe que no podemos huir. Algo así como nuestra piel.
Porque la vida es como un circo pero más grande, que a veces
es divertida y con banderines de colores, y otras veces es sólo una puesta en
escena donde todos jugamos a ser un papel que no somos, y que descubrimos al
sacarnos los trajes bonitos y el maquillaje.
Ahora entiendo por qué no le gustaban los circos. Y
honestamente, a mí tampoco me gustan.
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